jueves, 2 de agosto de 2007

La mañana de invierno rutinaria.




Comienza con la melodía aguda y estruendosa que me hace despertar con desgano de madrugada de invierno. La brisa que se cola entre las grietas de la ventana me choca en la cara dándome el pase para levantarme de mi lecho hacia el nuevo día que quizás nefasto por la rutina me haga volver al principio. Por fin logro levantarme prorrumpiendo sonidos roncos y guturales que se desvanecen con la displicencia mañanera. Camino con pasos lentos y pesados hacia el baño, miro mi destruido rostro en el espejo y titubeo mirando la llave que me obliga a salpicarme con agua congelada para sacar el peso de alguno que otro sueño que me meció anoche.
Me lleno las palmas abiertas, aun oscilando y me la tiro a la cara refregándome para lograr sacar hasta la más mínima partícula que me haga volver a la cama rendido. Vuelvo a mirarme al espejo, esta ves con la cara entumida. Busco el sepillo mientras pienso “hoy no desayunare”. Reválso el sepillo con pasta de diente, la mojo, y me la llevo a mi boca aun calida, y empiezo a cepillar. Veo mi gesto inmutado y tambaleando el brazo suelto el sepillo para enjuagarlo y volverlo a dejar donde lo encontré. Me lleno la boca con agua y escupo los restos de pasta al lavamanos.
Salgo del baño, y me saco la ropa lentamente. Primero la polera que ocupe para dormir, dejando mi torso expuesto al frío que me penetra como cuchillos entre mis costillas. Luego va el buzo y los calzoncillos hasta quedar completamente desnudo mirando la cajonera. Saco unos calzoncillos limpios esta vez, unos pantalones, quizás los mismos que usé ayer. Luego una polera, veo las poleras vacilando y tomo primero una negra, la examino para ver si le pillo alguna mancha, luego me la calzo. El frío no se va. Tomo un chaleco y mi chaqueta.
Desconecto mi celular y me pongo los audífonos. Reviso en mis bolsillos y encuentro una cajetilla de cigarrillos. Quedan dos.
Salgo de mi pieza aun descalzo, subo las escaleras intentando dejar el silencio que ya había. Entro a la pieza de arriba, esta algo desordenada. Entre ropaje y andrajos encuentro un par de calcetines distintos. Bajo con ellos en las manos y busco mis zapatillas a la entrada. Me pongo con calma los calcetines y las zapatillas. Asomo el celular “Chucha, estoy tarde’’me digo viendo el reloj que marca las 8:10.
Apuro el paso saliendo de la casa, saco un cigarrillo y lo prendo temblando por el frío. A lo lejos veo pasar la micro, maldigo para mis adentros y sin darme cuenta por el volumen de la música en mis oídos suelto un refunfuño. Apresuro el paso llegando tarde al paradero vacío.
Viene la micro acercándose, frunzo el seño para ver cual es “505 peñalolen-cerro navia”
Corro para dirigirme a la puerta trasera, la cual se habré dejando bajar a un par de señoras con bolsos y cosas así. Me subo entre empujones y me siento en un escalón. Veo desde atrás el reflejo de la cara del conductor emputecido mirándome. Miro por la puerta el sórdido paisaje horrible. La micro para en uno que otro paradero en el que algún pasajero grita enardecido al conductor indiferente.
Se abren las puertas y bajo intentando hacer la del “heladero” pero sin resultado. Miro el semáforo y corro esquivando autos que me amenazan con bocinasos que ya ni importan. Veo el reloj “8:27”, y camino tranquilo esperanzado en la buena voluntad de quien se aloje en la puerta esta vez.

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